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martes, 11 de enero de 2011

Arte y Moral




León Ferrari crucifica a Jesús; ni siquiera es el hecho mismo de restaurar una flagelación aberrante lo que enfurece a algunos. Se trata del ofensivo cambio que el artista ha operado: en lugar de cruz de madera hay un avión de plástico. La pureza inconmensurable del ícono pareciera impelerlos a su preservación impoluta, sobre todo ante la prosaica costumbre de corrupción del arte laico moderno. La religión secuestrada y monopolizada por unos pocos proclama la escisión radical con el arte; o bien denuncia a viva voz la perversión contemporánea de un arte denigrante y ofensivo, alejado, pareciera, abismalmente de su original esencia, a punto tal que hoy es capaz de blasfemar lo más sagrado sin mayor escrúpulo. Pero ¿cuál es esta esencia “original” si acaso existe?
Una artista semi-chic hace jabones de su propia grasa y los vende a cien dólares cada uno homenajeando en simultaneo a David Fincher y al capitalismo post-industrial. La televisión, guía espiritual de la democracia occidental, se encarga de acercar las inquietudes candentes de la comunidad judía que ve resucitar su tradicional dolor ante la alusión nazi de la artista. Hacer jabones con cualquier parte del cuerpo humano, incluso con una oreja no-judia, es simbolizar al nazismo. Y el nazismo ha sido meticulosamente diagramado para su normatizada representación humanitaria: la victima sólo puede aparecer junto a su victimario pues de modo contrario se estaría omitiendo su verdad.
El respeto frente al dolor humano dicta pautas que conducen a delinear, aunque sólo se trate de un dibujo a lápiz y con esfumina, los obtusos límites que deambulan entre lo moral privado y lo inmoral público. ¿Pintaría cuerpos carbonizados de Cromañon? ¿Esculpiría una picana flagelando carne inocente? ¿Y si creyera que esto permite revelar una verdad de la cual el dolor sólo es su superficie? ¿Si creyera que esta verdad es útil para conocer aquello que cada uno aporta de sí al mundo circundante? ¿Si creyera que este arte inmoral es útil para revelar la inmoralidad humana al no esconderla tras una esforzada moral, sino representándola ante el mismo mundo que la engendró y que la ve hacer?
Quizá no lo haría tampoco. Lo inefable del alma impide ciertas verdades cuyo valor no logra superar el umbral del dolor. Pero esta salvedad ¿hace a semejante arte inmoral? ¿inútil? ¿inconfesable? Y todavía más ¿es el fin del arte la moral? ¿debe el arte servir al desarrollo de una moral? ¿una moral que según se la mire puede ser el origen de un genocidio eurocéntrico como de una tortura tercermundista?
No. El arte no es propedéutico, o si lo es, su misión no responde a una moral externa, objetiva, sino a su particular ethos: la ética de servir a la revelación del mundo, a su revelación no por medio del conocimiento (violento instrumento de sumisión) sino por medio de su actuación: el arte debe revelar el mundo actuándolo, diciéndolo. Es su carácter performativo lo que le permite escapar, hasta donde pueda, de la violencia del mundo. Y si el arte posee algún escrúpulo éste no proviene mas que del respeto que el dolor prescribe en tanto individuo, a cada sujeto singular, dejando libre a cada ser de su propia determinación. Pero más allá de este respeto, que sólo puede ser monopolizado por el artista, el arte no posee mas compromiso que aquel por el cual se reinserta en el mundo: su revelación de verdad.
Esta libertad del arte es su propia debilidad. Una obra, un nombre, un símbolo puede ser cooptado y manipulado en cualquier dirección, pero siempre existirá la libertad del artista de renunciar a su obra (“obcecación y desplazamiento” Barthes dixit). Jamás el arte se rebajará a una insignificante política propedéutica o a un superestructural vicarismo profético, a menos que quiera renunciar al verdadero poder que su ética inmanente le adscribe. Su verdadero compromiso será la revelación y ruptura con cualquiera de los ordenes que nos sujetan y nos ciegan: éste es y seguirá siendo el único y verdadero arte comprometido.
Y aun reconociendo un limite en la moral interna del artista, individuo éste que inutilmente suele luchar con su propia moralidad, al mismo tiempo es posible reconocer la imperiosa necesidad de recuperar una identidad que se pierde en la maraña de dispositivos de poder que las sucesivas morales históricas imponen en la conformación de nuestras individualidades. Podemos sucumbir a un escrupulo personal y a la ingenuidad de creerlo propio, pero siempre existe la posibilidad de desarmar nuestra propia voz e indagar en esa oscura mascara que dice. El arte, así, se vuelve una herramienta imprescindible para este desaprendizaje.

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