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miércoles, 13 de abril de 2011

El laberinto de la Democracia


El reciente debate parlamentario en Uruguay sobre la derogación (eufemizada bien a lo uruguayo como “interpretación”) de la Ley de Caducidad, deja en claro el complejo proceso por el que se sostiene el imaginario social democrático. No es casual que sea Uruguay el escenario de esta puesta en escena. Una nación que hizo de su sistema institucional su “identidad”, su imaginario nacional, la “suiza de America”, el país más cívico del continente, y tantas otras arraigadas imagenes que circulan alrededor de la “democraticidad” uruguaya, ese apego vehemente a las instituciones, que así sin más, se vuelve un valor y un núcleo identitario. Pero este valor democrático tiene un lado opaco, el espejo reluce borroso por un costado. Alguna vez escuché a una uruguaya decir que eso que tanto les endulza a los ururguayos la oreja, a ella le suena como el culo, que eso de la “dictadura cívico-militar” es todavía peor, porque, decía esta uruguaya, “la bota se pone por la fuerza, no con la avenencia del pueblo”. Y este es el laberinto que deambulan hoy los uruguayos. Todo sería más simple si el Frente Amplio gobernante pusiera su juicio por un lado, y la oposición se le enfrentara decididamente, así, todo sería un poco más hollywoodense, estos de acá, aquellos de allá, estos me gustan, estos no, sí, no. Pero el asunto es más enrevesado, el debate parlamentario generó múltiples posiciones que no pueden ser reducidas a un a favor o en contra, multiplicidad cuyo paradigma es la resolución del senador frenteamplista del CAP-L, Fernández Huidobro, quien anunció melodramáticamente en plena sesión, que procedería a votar a favor siguiendio la línea del FA (y su propia conviccion moral, hay que aclarar) pero que a su vez renunciaba a su banca por “coherencia moral”, por sentir que estaba traicionando al pueblo uruguayo. Fernández Huidobro, ponía en el tapete los plebiscitos democráticos que en dos ocasiones (1989, 2009) resultaron en contra de la derogación. Fernández Huidobro expresaba que si la “voluntad popular” había sido manifestada el parlamento no podía obrar contrariamente. Respuestas de todo tipo fueron esgrimidas durante las 12 horas de debate, desde que el parlamento era la institución elegida por el pueblo para legislar, hasta la frase de Tabaré Vazquez, respecto a que “el pueblo no siempre tiene la razón”. Lo interesante de este conflicto político y moral (tal como se ve en la renuncia de Fernández Huidobro) es que deja en claro las bifurcaciones y límites del imaginario democrático. Si el pueblo elige representantes, cualquier desición parlamentaria, estaría sostenida popularmente, si el pueblo se manifiesta de un modo más directo, en este caso con un plebiscito, esta expresión no podría ser (¿o sí?) contravenida por sus representates. Si una norma aprobada por el parlamento (por ende por el pueblo) contraviene la norma jurídica vigente, o incluso si una ley promulgada parece contravenir la carta magna, ¿donde subyace el poder popular para resolver esta bifurcación? ¿sólo en la Justicia? ¿entonces la máxima representatividad popular esta vicarizada en una institución no elegida directamente por el pueblo? Y todavía más trascendente aún, si un congresista como Fernández Huidobro, piensa y está convencido de la necesidad y utilidad de una ley como la de “intepretación-derogación” debatida recientemente, ¿debe seguir sus convicciones o deliberar si las mismas responden a la “voluntad popular”?. La Justicia, la experiencia subjetiva de lo justo, y no ya el sistema judicial institucionalizado, debería constituir el principio absoluto de razonamiento de cualquier hombre, máxime de un congresista, independendientemente de si éste responde a un porcentual mayor o menor de la población, esa misma que en apariencia sus acciones representan. El problema no radica en el grado de representatividad ejercido por los agentes de la democracia, si no en los valores individuales que deben poner en accion el mecanismo, cualquier sistema institucional, debe ser operado por individuos cuyos juicios particulares no se someten más que a su propio razonamiento. El bien comun siempre depende de acciones individuales, y jamás podrá estar garantizado a partir de la negación de la propia individualidad. Si Fernández Huidobro concibe la Ley de Caducidad como una de las “mayores vergüenzas” del Uruguay (lo cual efectivamente se desprende de sus ejercicios políticos previos) ir en contra de la “voluntad popular” plebiscitada, conduce, aunque superficialmente resulte paradójico, al bien comun, a lo “mejor” para esa voluntad popular. Jamás la “democraticidad”, la “institucionalidad”, la “uruguayidad”, puede resultar un valor superior a la Justicia, aun, cuando esto implique ser injusto con la voluntad de la mayoría.

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